Familias que han pagado la riqueza del narcotráfico
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Wendy Santana/Listín DiarioEl corazón de la auyama sólo lo conoce el cuchillo. Como el sufrimiento de las madres por sus hijos perdidos en el consumo de drogas que lo viven ellas y algunos familiares y allegados porque las acciones del adicto son tan evidentes y a veces tan peligrosas que no se pueden esconder como el secreto mejor guardado.
Los únicos que no se percatan del daño que se están haciendo a sí mismos y a los demás son los propios adictos, que en su mundo sólo pueden ver lo que creen que solucionará sus problemas. Tampoco los que comercializan la droga parecen haberse dado cuenta de que su felicidad arruina la vida de los demás.
Estas tres familias que hoy dan a conocer el drama que han vivido son un ejemplo de que la venta de estupefacientes es, en muchos casos, más fuerte que la firme intención de unos padres de llevar a sus hijos por el buen camino.
Su hijo afectado intentó matarla
En la casa de doña Fifa la pared principal de la sala está llena de diplomas y certificados de cursos realizados por dos de sus hijos: el mayor y la menor.
El segundo hijo no está en las fotos familiares colocadas con esmero en las repisas; tampoco hay títulos universitarios de él ni rastros de su persona.
Esta señora de 65 años sólo conserva de su segundo vástago, Pedro, la angustia que le dejó hace 10 años cuando le tocó la puerta del baño diciéndole: “Ábreme, ábreme rápido”, y ella, pensando que tenía un apuro, aún desnuda y con el jabón untado en todo el cuerpo, atendió a su llamado, pero sintió que el mundo se estaba acabando.
Su segundo hijo, tan cariñoso que fue siempre con ella y a quien le había puesto todo el cuidado porque notaba que necesitaba de mayor atención, le estaba presionando la garganta, tapando la nariz y golpeando sin cesar contra la pared. Apenas podía hablar, el dolor de la piel era fuerte, pero más aún el pensar que su hijo se había vuelto loco.
“Más vale que yo le hubiera dado los cien pesos que me había pedido para que se fumara la bendita droga.
Yo no podía respirar, pero saqué fuerzas y grité ¡auxilio, Pedro me está matando! Una vecina me escuchó y junto a varias personas me rescataron. Yo estaba inconciente en el suelo y él intentando ahorcarse en el patio”.
Según cuenta esta madre víctima de la desesperación de un adicto cuando no puede calmar su vicio, ellos estaban solos en la casa, él hizo una llamada telefónica y al rato llegó una persona con muchos cien pesos en la mano. El joven le pidió a su madre que le diera cien pesos, como lo había hecho otras veces sin explicar para qué, pero esta vez ella no lo complació. Le preguntó que por qué no se lo pedía a su amigo que tenía tanto y la respuesta se la dio ya en el baño, en medio de la violencia intrafamiliar: “Las cosas no son como tú quieres, no pueden ser así”.
Al contar este episodio, doña Fifa tiembla, sus ojos brillan de miedo y su cara mantiene la expresión del mismo espanto que sintió cuando vio que su hijo la golpeaba, aún sin saber por qué, ya que dice no haberse percatado de que él estaba perdido en el consumo de drogas.
“¡Ay Dios! ¿Por qué no hacen algo? Eso es un abuso, todos esos muchachos echao a perder. Uno los pone a estudiar, los hace hombres. Yo luché mucho para subirlos, sola porque el papá se fue a Nueva York y me dejó con ellos; yo les mandaba 450 bolívares todos los meses y después quieren matar a uno. Trujillo hubiese resuelto esto, mata a dos o tres y no anduvieran por ahí, como la tal Sobeida y el otro”, dijo.
Los tres hijos de Fifa se quedaron solos en la casa cuando tenían 13, 12 y 8 años porque su mamá viajó a Venezuela en busca de “mejor suerte”. Una prima de la señora que vivía al frente les echaba el ojo. Ellos se peleaban con frecuencia y el más grande terminaba abusando del segundo. La niña, a pesar de ser la menor, era la conciliadora.
Fue por esos recuerdos de su infancia que cuando el adicto golpeó a su mamá, la hermana lo albergó en su casa enfrentando a su marido, que no quería tener a un adicto cerca, pero ella sentía la obligación de ayudarlo como lo hacía cuando el muchacho se llenaba de odio al verse frustrado porque no podía ser tan brillante en la escuela como su hermano mayor.
La primera escapatoria que usó para su problema fue insistir para que su mamá se lo llevara a Venezuela -tenía 16 años- pero la cosa resultó peor. Allá cayó en las drogas.
La hermana piensa que su fustración escolar de niño, unido a la ausencia prolongada de sus padres en la casa y los reclamos de dinero que le hacía la madre de una hija que concibió en Venezuela, lo llevaron a refugiarse en el mundo de las alucinaciones, ante la insistencia de un amigo para que lo probara.
Doña Fifa lamenta que le haya salido un “hijo dañado” y que haya quedado arruinada, sin dinero, porque tuvo que asumir la desintoxicación del muchacho y cubrir los gastos médicos por un tiro que le dieron en Venezuela a Pedro, nada más “por estar en el medio”.
Cómo controlar a alguien adicto
María es otra madre que levantó a su familia sola, pero porque enviudó. Su esposo enfermó a los 45 años y sólo le dejó dos hijos, de 5 y 7 años, y una casa donde vivir. Ella cuenta que sus dos hijos ocupan el mismo lugar en su corazón y que por eso no sabe qué hacer cuando el varón le coge con querer golpear a la hembra, cuando tiene “su nota”.
Los muchachos tienen 30 y 32 años. La joven estudia y trabaja y él no quiere hacer nada. Dice que es un fracaso.
La madre no entiende por qué siente eso si ella lo ve “normal”, sólo que con cierto grado de violencia.
Una vecina fue testigo de esa violencia cuando un día, al llegar a su casa a las 12:00 de la noche, vio sangre en el escalón del segundo piso. En el tercer piso había tres personas abusadas.
Los dos hijos de María y la propia madre tratando de despegarlos de la pelea. La joven se defendía de los galletones que le daba su hermano porque ella le decía “drogadicto”.
En el forcejeo alguien salía herido. Era el enfermo drogado, quien se golpeaba a sí mismo contra la pared al no poder descargar toda su furia sobre su hermana burlona, porque su madre se lo impedía poniéndole una especie de “camisa de fuerza” con sus propios brazos.
Lo que la vecina vio fue un abrazo entre tres personas, pero realmente era que nadie se podía despegar porque la madre sujetaba con tanta fuerza que sólo el “rabioso” de su hijo podía moverse, logrando golpearse la cabeza por detrás.
La mujer no podía llegar a su casa, en el cuarto piso, porque no quería atravesar aquella escena. Tampoco podía quedarse ajena a lo que estaba pasando y atinó a llamar al guardia de seguridad de la puerta del residencial para que ayudara a controlar esa situación. El guardia acudió con dos hombres más y los tres lograron controlar al joven, llevándoselo a un hospital.
La hermana lloraba incansablemente: “Hasta cuándo, Dios mío, será esta situación, por qué no te lo llevas si él no puede ser normal”, pero la madre le decía: “Cálmate mi hija, que ese es nuestro destino”. Y cuando la vecina preguntó por qué estaba pasando eso, contestaron: “Él fuma droga y se pone como loco cada vez que lo hace. No hay forma de pararlo y no sabemos quién se la da porque él no trabaja.
Aquí viene mucha gente a buscarlo, seguro que es para pervertirlo”, dice la madre llena de angustia y desesperación.
Cuando la mujer se pierde
Cuatro hijos de distintos padres que no se sabe dónde están.
Unos niños que preguntan por qué mi mamá y mi papá no puede estar con nosotros.
Una mujer de 70 años que se hizo cargo de esos niños y no sabe cómo responderles.
Sólo sabe que está haciendo una obra al darles un techo, comida, educación y un poco de amor porque en la iglesia aprendió que hay que hacer el bien.
La madre de esos cuatro hijos comenzó fumando cigarrillos sin parar, luego tomaba alcohol hasta embriagarse con unos amigos, ellos se aprovechaban de la debilidad de su cuerpo y le daban la droga que la llevaba al estado de no saber lo que estaba haciendo.
¿Dónde están los padres de esta muchacha y por qué le pasaban estas cosas? La respuesta la tiene la señora que cuida a sus cuatro hijos: “Era una muchachita buena, pero a su mamá la mataron en Italia cuando la niña tenía cinco años y su papá estaba en Puerto Rico.
Ella se crió con una abuela que la maltrataba mucho porque era malcriada la condenada.
Un día se le escapó y cogió la calle”. La doña relata que fue porque se sentía sin amparo que cayó en las drogas que le daban sus amigos. “Qué tipo de amigos se pueden encontrar en la calle”, dice la señora, lamentando la situación y aportando un granito de arena para que los hijos de la joven no vayan a parar en la misma situación.
También piensa que fue porque su padre, en el poco tiempo que compartió con ella en la adolescencia, la maltrataba mucho. “Él trató de quitarle la calle y el vicio de las drogas con golpes y no lo logró. Lo que consiguió fue ponerla peor. Hoy ella es una mujer de 25 años sin orientación, acabada, con los ojos hundidos de tanto fumar y sin fuerzas para levantarse de ese mundo maldito.
Tú sabes lo que es eso”, se pregunta Cándida, la señora. “Una muchacha de 14 años con un ojo morado porque su papá le dio duro porque amaneció en la calle. Él le retorcía un brazo, le halaba el cabello, la golpeaba como a una mujer, del pique porque no quería que fuera como era, pero de nada le valía.
Era peor. Se desaparecía por varios meses y nadie sabía de ella. Sólo cuando traía a un hijo y no sabía que hacer con él”. La señora de este relato entiende que las autoridades deben evitar que se vendan drogas porque eso, según lo que ha visto, destruye a las personas y a familias completas.
Etiquetas: Nacionales
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